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por Andrés Figueroa Vásquez
Era una mañana un tanto calurosa en el Parque Nacional Manuel Antonio. Acababa de visitar los predios de la zona y la humedad del ambiente pudo más que yo. Me dispuse a retomar el aliento sobre una de las bancas. Mientras descansaba bajo la sombra y sentía la brisa del mar, me percaté de que tenía hambre. Recordé que después de salir de Portasol había comprado dos paquetes de tortillas tostadas y las llevaba en la mochila.
El ir y venir de las olas me arrulló exquisitamente, por lo que dejé caer la bolsa de chucherías. La levanté de inmediato, aunque parte de su contenido quedó en el suelo. Seguidamente, la fauna reaccionó ante el evento y me mostró un espectáculo digno de ser compartido.
Un cangrejo avispado corrió hacia la tortilla que yacía en el suelo. Cogió parte de ella y se enrumbó hacia su guarida. Estos animales, allende sus tenazas, son más viciosos de lo que parecen. Su comportamiento es propio de seres aprovechados, resentidos y prepotentes; incluso más que algunas personas que conozco. A la postre, pierden todo control al ver comida gratuita.
Entonces, cuando nuestro primer personaje iba para su escondite, otro doblemente astuto logró hacerse con el preciado tesoro. Sin embargo, como dice el refrán popular: «el que a hierro mata, a hierro muere». Había recorrido poco cuando un tercero le robó el mandado. Como por arte de magia, aparecieron varios más que me andaban desenfrenadamente por los pies. Ellos también querían merendar. Por eso, cada vez que se encontraban con otro miembro de su propia especie arremetían a traición contra este, sin importar si tuviera o algo en su haber. La tortilla era suficiente para que muchos comieran, pero ellos preferían robar las piezas de sus compañeros. Supongo que pensaban que era más fácil saquear una ajena que conseguir la propia. Eso sí, su egoísmo les salió caro.
Aún había comida disponible cuando dos mapaches llegaron al lugar de los hechos. Su sola presencia fue suficiente para espantar a los cangrejos –ya de por sí trastornados–. Tomaron el restante y lo sacudieron como para quitarle la arena. Aquellos ojos pequeños y negros me contemplaban con ternura, como queriendo seducirme para que les diera más manjar. Mientras tanto, las patas delanteras hacían ademanes mientras se llevaban la comida al hocico, con encanto y sin prisas. Así hasta terminar.
Emocionado por aquel entretenimiento, me incorporé para tomarles una foto. El más audaz aprovechó el descuido para coger de la mesa otro paquete completo. Ilusamente, lo perseguí mientras encontraba refugio en el manglar donde seguramente se iba a dar gusto con un gran festín. Sin embargo, su felicidad fue efímera.
Aquello fue como una llamada para los monos cariblancos, que se aproximaron con gran prisa. Esto provocó el estupor del otro mapache que se acercó a mi lado como para que lo protegiera. Los primates se disputaron la bolsa de manera más «civilizada» y tomaban turnos para comer. Ante estos eventos, los visitantes del área ya me rodeaban y hacían fotos aprovechándose de mi complacencia.
Los monos parecían acostumbrados a las circunstancias y trataban de convencerme que les diera otro paquete. Lo malo es que las restricciones del parque prohíben darles de comer a los animales. Sin intención ni alevosía, había roto las reglas, por lo que decidí asir con fuerza la bolsa de la discordia. Pero como los monos no tienen vergüenza, intentaron arrebatarme el objeto.
Agotado por el acoso, decidí que lo mejor era irme del sitio. Caminé por la playa mientras me alejaba de aquellos hermosos animales. Al mismo tiempo reflexionaba sobre el equilibrio tan frágil de la naturaleza y cómo este no debería ser alterado por la raza humana. Continué el recorrido por las arenas limpias, mojándome los pies mientras analizaba qué otro daño puede causar la mala voluntad de nuestra raza en la naturaleza. Afortunadamente, aún existen zonas protegidas que mantienen a las personas alejadas de los otros animales.
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